febrero 2014


V DOMINGO ORDINARIO

CICLO A

Is 58, 7-10; Sal 111; 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16


Ser luz y sal significa servir de orientación para los demás. Eso quiere Jesús de cada persona que lo sigue; que seamos capaces de traslucir su verdad a modo de cristal o espejo, y que nuestro testimonio sea tan fuerte que nadie lo pueda derrumbar.

La exigencia de ser luz y sal, viene después de las bienaventuranzas, para entender que la manera concreta de orientar al mundo ––de manera especial al mundo no creyente––, son las obras concretas del amor. La luz y la sal no son para sí mismos, sino para los demás. Así estamos hechos en Cristo, esta es nuestra nueva identidad. En nuestro nuevo código genético de cristianos está latente una identidad que hay que despertar.

Sabremos quiénes somos en verdad, recién cuando actuemos el amor. El mundo necesita que le demos el sabor de nuestra sal; pero, sobre todo, el sentido de incorruptibilidad. La sal sirve para que los alimentos no se corrompan, tiene la capacidad de conservar y de dar consistencia. El mundo necesita nuestra luz, la que dejamos pasar como cristales o espejos, aquella luz que hemos recibido de nuestra relación con Dios.

No es abusivo que un día como hoy nos preguntemos: ¿Qué tanto sirvo para darle consistencia a los demás, qué tanto para iluminar las realidades temporales con la verdad de Dios? Y, lo más importante: ¿Quién soy realmente en el proyecto de Jesús?

Si queremos dar a nuestro entorno consistencia y rumbo, intentemos estas tres actitudes:

1 -Actuemos el amor

Isaías es directo: comparte tu pan con el hambriento…entonces surgirá tu luz. Sabremos quiénes somos cuando actuemos el amor.

Hacer el amor implica dejar de oprimir. Esta característica de Isaías es todo un itinerario espiritual. Bastaría intentar esta actitud diario para modelar una nueva vida: ¡hoy dejaré de oprimir!

Actuar el amor exige, también, salir de nuestro pasado de heridas, para dejar pasar la luz.

El amor en acto brilla en nosotros de una manera tan especial, que en cualquier lugar de tinieblas, nuestra oscuridad será como el mediodía.



2 -Anunciar la ciencia de la cruz

El evangelio de Cristo es el evangelio del amor, y éste se completa en la cruz. Nuestra identidad nueva demanda convencer por medio del espíritu, y no por medio de la sabiduría humana.

Si somos capaces de anunciar la ciencia de la cruz, es porque somos testigos de ella; la cruz nos es familiar. Tiene para nosotros una ciencia que nos falta por alcanzar.

Anunciar el evangelio de la cruz, implica atreverse a subir en ella; es decir, a ser don. Quien no se atreve a pasar por esta experiencia, corre el riesgo de dejar la parte más grande de sí mismo sin explorar. ¿Dónde está tu ciencia? ¿Dónde está tu ser más profundo?

3 -Permitir que brille el esplendor de Dios

Lo que brilla en cada uno, no es del todo nuestro, es solo un pálido reflejo del esplendor de Dios.

Mientras más brillo alcanzo, más es Dios en mí y más descubro quién soy. Esta es mi identidad nueva, la que viene de mi ser en Dios; por eso el mundo la necesita. Se requiere ser luz y sal, para dar consistencia el mundo y para dirigir su rumbo.

¿Qué brilla en ti? ¿Qué, de todo eso que te brilla, es de Dios?



IV DOMINGO ORDINARIO

CICLO A

Sof 2,3; 3, 12-13; Sal 145; 1Cor 1, 26-31; Mt 5, 1-12

En el sermón del monte Jesús vació su corazón; las enseñanzas de aquel día, se podría decir que son muy suyas, casi exclusivas; no beben de los demás preceptos judíos. Debió ser una gran fiesta para quienes lo escuchaban, ver a Jesús cargado de alegría.

Él quiere que cuantos lo siguen, experimenten la alegría del reino; pero éste se inicia con la inversión de valores en la sociedad. Esta alternativa de Jesús rompe con cualquier frontera, paradigma y condicionamiento político, religioso o social.

Jesús está gritando una liberación de estructuras caducas y de maneras de ver el mundo, a Dios y al ser humano. La felicidad auténtica no se encuentra en los poderosos que parecen reinar, sino en los que se gobiernan a sí mismos con las categorías del reino.

Las bienaventuranzas que escuchamos hoy, son un signo de contradicción. Quienes las escuchamos con seriedad, no podemos ocultar que nos sentimos atraídos. Se antoja dejar las categorías sociales que endurecen nuestro rostro, nuestras relaciones y nuestro corazón, tales como el sometimiento a quienes ostentan el poder económico o político, la violencia y el dominio.

La felicidad auténtica, se vive de la mano con la libertad. En este sentido, nadie que no se libere de visiones reductivas, puede alcanzar la felicidad. El reino que propone Jesús es ante todo un reino de personas libres.

Para intentar una felicidad auténtica, intentemos estas tres actitudes:



1 -Hay que ver a Dios como lo ven los humildes

Como aquellos que dependen de Dios, y por eso le cumplen. Podríamos preguntarnos: ¿En lo cotidiano de mi vida, cuánto dependo de Dios? Los humildes intentan no cometer maldades ni conducirse con mentira.

La lengua embustera de la que habla Sofonías en la primera lectura, expresa mucho cómo es el mundo sin las categorías del reino.



2 -Hay que invertir nuestras categorías de relación

Si sabemos que debemos todo a Dios, es más fácil vivir de tal manera que nuestro orgullo sea Él y no los poderosos del mundo.

Pasar de los criterios humanos que encumbran a los sabios, a los fuertes, a los que valen, pero que se glorían de sí mismos; a los criterios de Dios, que quiere injertar a los desamparados, ignorantes y pobres en un nuevo orden de justicia, santificación y redención.



3 -Hagamos de la libertad y la felicidad algo cotidiano

¿Qué tan seguido eres libre y feliz? Ese es el punto de llegada.

Ser pobre desde el sermón de la montaña implica, más allá de la pobreza sociológica, la pobreza de espíritu: son pobres así, quienes “eligen” como un acto interior de su inteligencia y voluntad, vivir primero de Dios y luego del dinero. Tienen a Dios por Rey, porque el reinado de Dios pondrá fin a sus miserias materiales y espirituales. ¿Cómo somos de pobres? ¿Cómo de miserables?

Las libertades que nos da la opción por la pobreza son tres: fin de la opresión para los que sufren; libertad e independencia para los sometidos; saciedad de la justicia para quienes estaban insatisfechos. Pero el opresor, viendo a quienes libera, se libera de sí mismo y a sí mismo.

De las bienaventuranzas, se proponen cuando menos tres labores para quienes quieren seguir este itinerario de libertad y felicidad del reino: prestar ayuda, es decir, la misericordia recíproca; vivir con limpieza de corazón, de conducta sincera; hacer posible la paz. Esto nos hace semejantes a Dios.

Cuando se experimenta la auténtica felicidad en el ejercicio de las categorías del reino, la persecución viene como sello que corona la fidelidad de nuestra opción. La persecución a este punto no es un fracaso, sino la confirmación misma de que hemos vivido las bienaventuranzas; es decir, hemos vivido libres y liberando personas. Experimentar que Dios reina, hace que la persecución sea recibida con alegría.









Diocesis de Celaya

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