La parábola de los viñadores homicidas es un llamado profundo a responder a Dios por nuestra vida, y la de los demás.

Para entender mejor, hay que distinguir los personajes de la parábola: el propietario es Dios; los viñadores son los dirigentes del pueblo, somos cada uno de nosotros, de acuerdo con el nivel de liderazgo familiar, laboral o social del que nos toca responder; la viña es el pueblo de Israel, es la persona concreta a quien Dios ha elegido como hijo suyo, y el fruto, es el amor al prójimo, la justicia y el derecho en la persona humana.

Al centro de este episodio, se encuentra la exigencia de Cristo de “amar al prójimo”. Al centro se encuentra la persona humana como valor absoluto. Si Dios ama tanto al ser humano y nos los permite tener como viña, ¿por qué no lo amamos como Él lo ama? ¿Por qué no lo llevamos a ser pleno, a desarrollarse dando el fruto de la comunicación del amor?

¿Qué personas me ha arrendado Dios? ¿Qué personas son mi viña? Alguien puede pensar que son sus hijos, y ya entiende que no son suyos; o sus padres y hermanos, los amigos con los que hacemos una historia, y finalmente cuantos Dios ha puesto en nuestro camino, especialmente los más necesitados; para todos estos, que son de Dios, que son su viña, Dios quiere un desarrollo maduro en la experiencia del amor.

Quiere que experimenten en el amor de sus cuidadores, su mismo amor.
¡Qué importante que quienes creemos profundamente en el proyecto de Cristo, entendamos cómo se encontraba Jesús en el momento de dar esta enseñanza a sus discípulos! Se encontraba triste de contemplar a un ser humano postrado y maltratado, objeto de opresión, sin justicia, sin derecho y sin amor.

Hoy se repite la misma imagen, y Cristo nuevamente la mira con detenimiento: un mundo donde los dirigentes se han envilecido y han usurpando el lugar del propietario. Para convertirse en dueños se han rehusado a entregar los frutos y han matado a los siervos y al heredero.

Nosotros queremos entregar el fruto de las personas concretas que Dios nos ha entregado bajo nuestro cuidado. Queremos actuar en coherencia con la intención del propietario, colaborar con Él, para que su viña dé verdaderos frutos. No queremos actuar como dueños, que dominan y matan.

¿Podemos recordar si alguna vez, en estos años, nos hemos comportado como dueños?... y encontrar que somos dueños de nada, ni de nuestra propia vida, menos de la de otros.

Queremos ocupar nuestro lugar como arrendatarios, o administradores de todo lo que hemos recibido; pero, ¿cómo podemos persuadirnos de ser verdaderamente un arrendatario y no un propietario?
El Espíritu de Dios ilumina a cada uno, pero La Palabra de este Domingo nos permite poner cuidado en estas tres ideas:

 1 - Hay que ser conscientes del amor que el propietario tiene por su viña, el amor con el que nos la entregó

 En el hermoso cántico de Isaías encontramos una sensibilidad única del amor de Dios a la persona humana. Su deseo profundo de que produzca frutos. La solicitud de Dios por cada uno de nosotros es una verdadera poesía. ¿Qué más pudo hacer por el ser humano? Nos pide que seamos jueces de esto.
Si recordamos el amor que Dios ha puesto en cada uno desde el origen de la vida y en la historia de cada persona que forma nuestra viña; si recordamos la experiencia del amor de Dios, nos mantendremos como arrendatarios sin pretensiones de ser dueños dominadores.
La imagen de una mujer que llevaba diariamente su niño a la guardería, puede ayudarnos a comprender el amor de Dios por las personas que me ha entregado. Cada día esta mujer, al ir a recoger su niño, empezó a descubrir que su pequeño regresaba triste, huraño, y con hambre, hasta que descubrió que se lo maltrataban, lleno de moretones. La gran pregunta de ella era: ¿No podía esa encargada de la guardería tener entrañas de amor, de madre? ¿No podría, cuando menos, descubrir que lo que le entregaba era más valioso para mí que yo misma? ¿Qué cada mañana al entregárselo, lo hacía solo después de bañarlo, arreglarlo y alimentarlo con todo mi amor para que estuviera bien? ¿No pudo siquiera hacer sentir a mi hijo en casa, transmitirle lo mínimo de mi amor?
 Así me parece que nos entrega Dios a las personas, siguiendo el cántico de Isaías. Así nos ha entregado mutuamente a nuestros hijos, a nuestros padres y hermanos, a nuestros amigos y a cuantos la providencia ha querido poner en nuestro camino.

2 - Hay que ser agradecidos

 Pablo a los Filipenses, no llama a descubrir la riqueza que hemos recibido para desarrollarnos en la plenitud del amor. La cerca, el lagar y la torre que el propietario de la parábola en el evangelio puso en su viña, eran las riquezas suficientes para cumplir con el trabajo de hacer producir frutos.
Aquí, en Pablo, esas riquezas para que nuestra viña produzca frutos, son lo verdadero, lo noble, lo justo y puro, todo lo amable y honroso.
Para ser un buen arrendatario, hay que agradecer que el propietario nos llenara de riquezas en la familia que nos dio, en las personas con las que nos ha permitido coincidir, es desde estas personas, por pequeñas o pobres que nos pudieran parecer, desde donde nos ama Dios.
¿Podemos recordar ahora el momento de nuestra vida en que nos dimos cuenta que Dios nos amaba mucho?

3 - Hay que responder por los demás

 Lo que el propietario de la parábola demanda al requerir los frutos, no es en un primer momento la persona que conforma la viña, sino los frutos de esa persona que nos ha sido confiada. Responder por lo que Dios nos dio no significa producir frutos en lugar suyo, sino asegurarnos que haya experimentado el amor con el que Dios lo ama, a través de nuestra persona, y que desde esa experiencia, pueda producir el fruto de “el amor al prójimo”.
El propietario pide los frutos. Sería bueno en un día como hoy, preguntarnos si ya hay frutos y si ya me los ha pedido el propietario.
En esta etapa de nuestra vida, ¿Dios ya nos ha requerido los frutos? Siguiendo la parábola, ¿Ya nos los pidió la primera vez y maltratamos a los enviados, o ya la segunda vez?
Jesús termina preguntando: ¿Qué hará el dueño con aquellos viñadores? Y los presentes le respondieron: Dará muerte a esos desalmados; es decir, a esos que no tienen capacidad de amar, ni a Dios ni a los demás.

¿Qué tan desalmados no hemos vuelto? ¡Qué bueno ser arrendatarios y no dueños!