2019



VI Domingo Ordinario Ciclo C
Jer 17, 5-8; Sal 1; 1Cor 15, 12. 16-20; Lc 6,17. 20-26

Invertir los valores

En el sermón del llano, encontramos una enseñanza que marcará nuestra vida y la manera de dirigirla. Las bienaventuranzas son consideradas como la carta magna del cristianismo. Quien logra vivir de acuerdo con los valores que aquí se presentan, se convierte en un cristiano auténtico. Lucas presenta las bienaventuranzas de manera breve, solo cuatro; mientras que Mateo se extiende sobre nueve. La novedad en Lucas radica en su contraparte: los cuatro, ¡Ay!
 La gran muchedumbre y el pueblo que vienen a encontrarse con Jesús, espera la liberación. Los que asistieron aquel día conformaban una mezcla: el grupo de los que han venido de Judea y Jerusalén, que representan la institución, y el grupo de la diáspora, venidos de Tiro y Sidón, que representan a los marginados y paganos.
 Jesús no da esperanzas para un grupo determinado. Más aún, ha roto con la institución judía y está creando un Israel paralelo. Los que lo siguen esperan eso, una restauración de Israel.
 La propuesta de Jesús es revolucionaria: invertid los valores. Es la única manera de construir la nueva sociedad, la única manera de pregustar el Reinado de Dios.
 Para nosotros, creyentes de este tiempo, invertir los valores es también un reto grande, pero lo necesitamos, lo deseamos y está a nuestro alcance. Seríamos la peor generación de cristianos si no nos dejáramos tocar por la propuesta de Jesús. Aceptar la sociedad tal cual, solo con valores horizontales y simulando no ver la injusticia, nos colocaría no en el lado de las bienaventuranzas, sino en el lado de los desdichados. ¿Cómo queremos vivir, desde la bienaventuranza o desde el lamento?
Invirtamos los valores, intentemos estas tres actitudes:

1 -Hay que optar cada día

 Bien plantado, junto al agua, bebiendo de la confianza en Dios antes que de los hombres, para no vivir como cardo en la estepa, en la aridez del desierto, siguiendo la imagen de Jeremías en la primera lectura, implica vivir bien definidos. En la sociedad debemos escuchar al ser humano, pero confiar primero en Dios.
 Optar cada día por Dios, por plantarse desde Él, como un árbol junto al agua que hunde sus raíces en la corriente, esto es el inicio de la inversión de nuestros valores.

2 -Alimentarse de la vida del resucitado

 Solo así alcanzamos a ver hacia el futuro. Los sacramentos son un viático para nuestro camino. El destino final de nuestra vida resplandece más allá, en la certeza de nuestra fe.
 Alimentarse de la vida de Cristo resucitado nos lleva a relativizar, no la fe o la moral, sino al mundo. San Pablo dice con dolor en su corazón: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan solo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de los hombres”.

3 -Construir la sociedad alternativa de Jesús

 ¿En qué sociedad vives tú? Cierto que está la sociedad de nuestra ciudad, colonia, familia y de amigos. Pero en ese mundo de relaciones, ¿cómo construimos desde los valores del Reino?
Invertir los valores de la sociedad nos pone frente a la felicidad, y nos libera de la desdicha.
 En el sermón de Jesús:
-Los pobres son bienaventurados, porque son sensibles a las carencias de los demás; se involucran. Estos pobres invierten los valores de la sociedad, no desde la violencia o la imposición, sino desde su opción por la pobreza; es así como minan las bases de la sociedad y, por eso mismo, son perseguidos. Ponen en evidencia la injusticia social. Los pobres de estas bienaventuranzas podemos ser cada uno de nosotros, cuando nos atrevamos a eliminar la causa de la injusticia; así, desde nuestros alcances, invirtiendo los valores de la sociedad en todas nuestras relaciones y no tolerando en ellas el asomo de la injusticia.
-Los ricos, son los que se desentienden de la injusticia.
Invertir los valores, implica construir la sociedad alternativa de Jesús, siendo signo de provocación; hay que poner en evidencia los subvalores que propone la sociedad y hacer vida los supervalores del Reino.
 Construir la sociedad alternativa, supone tener poca fama, incluso ser rechazados; pero esto solo confirma que lo estamos haciendo bien. El rechazo o la persecución es el sello de nuestra autenticidad.
¿Cuán rico… cuán pobre… cuán auténtico? ¿Cuán bienaventurado quieres vivir?



V Domingo Ordinario Ciclo C
Is 6, 1-2. 3-8; Sal 137; 1Cor 15, 1-11; Lc 5, 1-11

Dejar la orilla

 Aquel día, Jesús subió a una barca y pidió a Pedro que la alejara un poco de tierra para enseñar desde ahí a la multitud. Cuando terminó de hablar, les pidió que llevaran la barca mar adentro y que echaran las redes para pescar. Ya conocemos la historia. Los discípulos no habían pescado nada. Pero, por el solo hecho de confiar en Jesús, de atreverse a dejar la orilla, obtuvieron una pesca abundante y milagrosa.
 Resulta fascinante para nosotros recoger de este Evangelio la imagen sólida de la persona de Jesús y su enseñanza. Vivimos en un mundo de desconfianza, en el que no se descubre el guía o jefe. No permitimos que Jesús siga siendo ese, que oriente nuestras búsquedas. Estamos en la noche de nuestras sociedades, y no pescamos nada con nuestros métodos de siempre.
 Hace falta dejar la orilla y confiar en el jefe.  Dejar nuestras seguridades y rudimentos. Abrirse al universo cargado de sentido que nos propone Jesús implica atreverse a entrar en aguas profundas. En una inspección interior de nuestros propios miedos, paradigmas y límites, para modificar nuestra mirada, nuestras acciones y nuestro futuro.
Es más lo que desconocemos que lo que tenemos por seguro; así mismo, es más lo que nos falta por conocer y lo que nos falta por salvar. La orilla del lago significa la frontera entre judíos y paganos. Dejar la orilla significa, a la vez, superar las fronteras de los convencionalismos sociales, políticos o religiosos, para constatar una verdad a la que todos tenemos acceso.
 Jesús quiere que sus discípulos abran su horizonte de vida y, juntamente, que incursionen en su autoconocimiento. Al llevarlos más allá, de sus conocimientos rudimentarios de pesca, más allá de sus rutinas y de sus límites, intenta rehacer su personalidad. Hacer de ellos personas nuevas.
Los discípulos tendrán que preguntarse: Más allá de mi profesión de pescador, ¿para qué soy bueno? Desde esta experiencia de vida, ¿qué otras habilidades más importantes podré alcanzar? Se trata de reencontrar una identidad latente, la del amor y del servicio a los demás.
“Pescador de hombres”, esa vocación que Jesús da a Pedro y a los demás que estaban en la barca, los lleva a dejarlo todo y a seguirlo. De ahora en adelante, su habilidad de pescadores toma una nueva forma. La misma capacidad, pero llevada al nivel espiritual.
 A nosotros nos ha de suceder igual, si dejamos la orilla de nuestras seguridades y nos abrimos al universo insondable de Dios, seremos buenos en lo que hacemos, pero de manera extraordinaria, desde el nivel espiritual.
Intentemos estas tres actitudes al dejar la orilla:

1 -Superemos la sensación de indignidad

 Cuesta trabajo entender que Dios nos dignifica, que nos toma de nuestra nada para llamarnos a seguirlo.
 Los tres personajes de La Palabra de Dios, en este domingo, nos ayudan a entendernos en el permanente llamado que Dios nos hace: Isaías en su visión, se siente impuro, exclama: “¡Ay de mí!, estoy perdido…”. Pablo en la segunda lectura dice de sí mismo: “Soy como un aborto”; y al final, Pedro en el Evangelio, dice: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!”.
 Pero Dios dignifica a cada uno: a Isaías, con un tizón; a Pablo, a través de su gracia; y a Pedro, quitándole el miedo.
 ¿Cómo superarías tu sensación de indignidad?

2 -Vivamos la experiencia de la fe

 Solo quien se atreve a ver desde el otro lado de la orilla, quien se atreve a transmitir, como Pablo, lo que ha recibido, crece en la fe. Solo el que se atreve a profesar su fe, como Pedro, se salva.
 La experiencia de la fe hace posible nuestra transformación. Nos eleva a una inteligencia única, que no se alcanza desde ninguna otra ciencia. El kerigma de Pablo, lo que él les transmite, es capaz de cambiar vidas: “…lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados… que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito… que se apareció a los apóstoles… y, finalmente, se me apareció a mí”. ¿Cómo ha cambiado la tuya?

3 -Seamos pescadores de hombres

 Una vez que conocemos a Jesús, no hay otro camino mejor que este, participar en su misión pescando personas, salvando personas de perecer ahogadas, liberándolas de la oscuridad de sus propios condicionamientos, miedos y frustraciones.
 Pescar hombres es fácil: implica salvarlos del peligro. Especialmente del peligro de no ver a Dios, de no entender su proyecto y de no amar lo divino.
 Nosotros también estamos en la barca, igual que Santiago y Juan, y aunque Pedro habla por nosotros, a todos nos pasa lo mismo ante Jesús. Escuchamos también esta consolación: no temas, desde ahora serás pescador de hombres.



IV Domingo Ordinario Ciclo C
Jer 1, 4-5. 17-19; Sal 70; 1Cor 12, 31-13,13; Lc 4, 21-30

Identidad religiosa

 Siguiendo el evangelio de Lucas, volvemos a la escena de la sinagoga de Nazaret, cuando Jesús exclamó: “Hoy mismo se cumple esta escritura que acaban de oír”. Y todos le daban su aprobación y admiraban su sabiduría; son unos segundos como de letargo, en los que el pueblo está asimilando lo que Jesús acaba de hacer: se aplicó a sí mismo el texto de la expectación judía, se declaró el mesías liberador, y les declaró que inauguraba así la era de la salvación.

En ese mismo momento, Jesús les enseñó que Dios es para todos, incluso para los que son considerados paganos o enemigos; como consideraron aquellos asistentes en la sinagoga, a la viuda de Sarepta y a Naamán,  cuando Jesús se los puso como ejemplo.

Jesús está actualizando la identidad religiosa de su pueblo y la suya propia. Los asistentes a la sinagoga están conociendo su identidad“¿No es éste el hijo de José?”; es decir, sabemos que es hijo natural de José, pero no piensa como él, sus ideas y comportamiento no son semejantes a los de su padre. Jesús no ha salido a su padre. En el fondo le descubren su identidad profética y mesiánica.
Ya sabemos el desenlace: los presentes no aceptan la nueva propuesta de Jesús, la nueva identidad religiosa que les da. Realmente están pensando: Médico cúrate a ti mismo, es decir, ¡vuelas muy alto!, ya quisieras ser capaz de salvar a los de tu pueblo. Y antes que renunciar a su nacionalismo, quieren matarlo, se llenan de ira, se levantan, lo sacan de la ciudad para intentar despeñarlo desde un precipicio.

Lo mejor del desenlace radica en que la ira no triunfa; no define la identidad religiosa del pueblo ni la de Jesús, sino el hecho de que pasando por en medio de ellos, se marchó (v. 30). Para todos en ese lugar, quedó claro que nadie pude detener la era de salvación que Jesús acaba de inaugurar, ni siquiera el enojo de los nacionalistas de Israel.

Es probable que nosotros hoy, después de dos mil años, necesitemos recuperar nuestra identidad religiosa, salir de nuestra mentalidad cerrada o excluyente y compartir a Dios. ¿Quiénes somos en nuestra religión? ¿Cuál es nuestra identidad religiosa? ¿Cómo son nuestras relaciones con Dios, con nuestros hermanos y con nosotros mismos?

Si hubiésemos perdido nuestra identidad, intentemos recuperarla meditando estas tres ideas:

1 -Somos semejantes a Jesús; nuestro Padre Dios está detrás de nosotros

 Él nos formó desde el seno materno, al modo de Jeremías. Dios tiene un plan para nosotros, por humilde que sea, para que participemos en esta nueva era de la salvación.
 Cierto que conocemos un poco en penumbra lo que Dios quiere de nosotros, y que en el ejercicio de nuestros profetismos, nos harán la guerra, pero ha de consolarnos la misma palabra que consoló a Jeremías: “…no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado para salvarte”.
 ¿Cómo experimentamos esta identidad con Dios?

2 -Somos quien ama fraternalmente

 Si a este momento de nuestra historia humana no sabemos cómo relacionarnos, más que con rechazo, racismo, nacionalismo o discriminación, hemos de asumir que en la era de salvación que Jesús inauguró en la sinagoga de Nazaret, todos somos hermanos. Más aún, la nueva relación con Dios no es directa ––como pretendía la tradición judía––, sino a través de nuestro hermano. Si no es así, se vacía nuestra identidad, nuestro propio ser.
 Todos los dones que tenemos, vienen de Dios; su función natural es comunicarnos con Él a través del amor; y como éste no se puede dar si no es en relación, a más amor fraterno, más experiencia de Dios.
 La mejor identidad radica aquí, en que “…si no tengo amor, nada soy”, en que  “…ahora conocemos de manera imperfecta, pero entonces conoceremos a Dios como Él nos conoce a nosotros”.

3 -Somos quien cumple una misión

 Al igual que Jesús, llevamos una misión que ha de ser liberadora. Cumplirla supone un trabajo, a veces arduo, en la recuperación de nuestra identidad religiosa y en la interpretación de la voluntad de Dios.
 Encontrar la manera en que podemos plasmarnos en el exterior, por medio del amor, como lo empezó a hacer Jesús desde la sinagoga de Nazaret, será una gran aventura que nos llenará de alegría, de paz y de amor. Veremos cómo el favor de Dios, es para todos.
¿Cuál es tu misión espiritual más profunda? ¿Cómo te vas plasmando en el paisaje religioso de tu familia y de la sociedad?



III Domingo Ordinario Ciclo C
Neh 8, 2-4. 8-10; Sal 18; 1Cor 12, 12-30; Lc 1,1-4; 4, 14-21

Cumplir La Palabra

 Lucas desea que constatemos la verdad de cuanto se nos ha enseñado respecto de Cristo. Este domingo, nos hace constatar que siempre hay una palabra por cumplirse, introduciéndonos a la sinagoga de Nazaret.
 Para ese momento Jesús está siendo impulsado por el Espíritu; sus acciones empiezan a ser contundentes. Con sus enseñanzas en las sinagogas anteriores ha liberado la inteligencia religiosa de cuantos se acercan; por eso lo alababan y su fama se extendía por toda la región.
 Cuando Jesús se levantó para hacer la lectura y escogió el pasaje de Isaías de “El Espíritu del Señor está sobre mí,…” (Is 61, 1ss.), y se lo aplica a sí mismo, está pleno y seguro de que llegó su momento de cumplir La Palabra. No fue sencillo. Jesús, igual que muchos de su tiempo, llevaban un sentimiento de deuda con Dios; la sensación de escuchar su Palabra sin comprometerse en casi nada; guiados por las interpretaciones amañadas de las autoridades del templo.
Se respiraba en el ambiente de la comunidad un deseo profundo de libertad. Cada vez aparecía con más claridad que en Las Escrituras, había algunas profecías que estaban pendientes de cumplirse.
 Imaginemos a Jesús: envuelto en un arrebato de tensión interior, el Espíritu que lo empuja a la sinagoga, le permite ver en cuantos asisten el cansancio de vivir una religión incapaz de llegar a su realización plena, que se sabotea a sí misma y a Dios, porque no se compromete a completar el designio salvífico.
 Jesús manipuló el texto de Isaías. Los que asistieron, conocían bien el texto completo. Al escuchar que Jesús combinó el texto de Isaías con el de Levítico (Lv 25, 10) se quedaron sorprendidos; por eso “Los ojos de los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él,” esperaban una explicación.
 Debió ser un gozo inmenso para Jesús aplicarse a sí mismo el pasaje de La Escritura y ser consciente de estar abriendo la era de la salvación universal y no exclusiva para el pueblo de Israel.

 Los que asistieron reaccionaron con rechazo, “se declararon en contra”.  No aceptaron una Palabra que demandaba llegar a su perfecto cumplimiento. En cambio, los que siguieron a Jesús desde ese tiempo y nosotros hoy, estamos convencidos de esta realidad salvífica: llega un momento de nuestra vida, en el que movidos por el Espíritu, asumimos nuestra unción bautismal, en el que no podemos aplazar más nuestra misión y declaramos la libertad que viene de Dios a cuantos conforman nuestro universo vital, y nos adherimos así a la era de la salvación, al proyecto de Cristo. Los que así nos determinamos, podemos decir igual que Jesús aquel día “Hoy mismo se cumple este pasaje de la Escritura…”

Intentemos estas tres acciones para cumplir La Palabra:

1 -Pasemos de tener La Palabra escrita a tenerla en el corazón

 Nehemías acorta la distancia entre La Palabra y el pueblo. Luego de leerles por toda la mañana, los descubre sensibles, lloraban de alegría. Así sucede cuando dejamos que La Palabra tome lugar en nuestro corazón.
 La Palabra que se lee con fe, se convierte en celebración de la presencia del Señor y, por tanto, en diálogo profundo que inspira el corazón.
 La Palabra nos interpela, busca una respuesta. Nos lee, desentraña los secretos de nuestro corazón. Nos interpreta, da una orientación segura para nuestra existencia.

2 -Dejemos que La Palabra inspirada cuente en nuestra sociedad

 El mismo Espíritu de Dios que nos fue dado por el bautismo, demanda actuar una Palabra liberadora que construya la comunidad. Si no somos constructores de comunión en la casa y en la sociedad, estamos en contra de Cristo; como los asistentes a la sinagoga, implícitamente nos declaramos en contra. De ser así, no nos podemos llamar cristianos con sentido auténtico.
 Hay que estar vinculados como los miembros de nuestro cuerpo. Cristo dotó a su Iglesia de Apóstoles para fundar comunidades y educarlas en la fe. Profetas para transmitir a la comunidad lo que el Señor quiere enseñar o indicar. Y Maestros para explicar su mensaje.

3 -Actuemos La Palabra

 No nos quedemos en la escucha amañada que no compromete. Dejémonos guiar por el Espíritu de Cristo en la Sinagoga de Nazaret: escojamos el verso, declarémonos ungidos y empecemos a anunciar a los pobres el fin de su condición, ayudándoles a retomar su vida con dignidad. Declaremos la libertad a cuantos hemos ocultado una verdad que necesitaban para ser plenos y a cuantos tenemos oprimidos. Declaremos en nuestro ámbito familiar y de comunidad, que no vamos a abusar de nuestra fuerza.
 Si intentamos actuar La Palabra, aunque sea desde nuestras más pobres capacidades, vamos a experimentar que es verdad, que Dios salva y que esta salvación es visible y fuente de alegría, de paz y de amor.



II Domingo Ordinario Ciclo C
Is 62, 1-5; Sal 95; 1Cor 12, 4-11; Jn 2, 1-11

Inaugurar la alianza

 Nos encontramos en el inicio del tiempo ordinario. Dejamos atrás las fiestas de Navidad, para introducirnos al ministerio de Jesús.
 El Evangelista San Juan nos ha regalado esta escena brillante de “las bodas de Caná”. En este relato ha querido entregarnos un “signo”, el primero de muchos en su evangelio. Él, a diferencia de los otros evangelistas, prefiere utilizar “signos” en lugar de milagros para inducir a la fe a sus discípulos.  Como obra de Dios, al igual que los milagros, estos signos hay que discernirlos e interpretarlos desde la fe.
 Los ornamentos de la boda pudieron ubicar a los primeros testigos en la comprensión de una “Nueva Alianza” entre Dios y su pueblo. Una alianza que ellos entendían bastante bien, porque el sentido matrimonial les era muy familiar. A lo largo de la historia, Israel se veía a sí mismo como un pueblo desposado con Dios. El mismo cambio de vino, remite al tema de la alianza: la antigua alianza no tiene vino, la nueva la sustituye con el vino del esposo Jesús.
 En el fondo Juan nos dice, a través de “las bodas de Cana” que se inaugura la nueva relación del hombre con Dios. Que esta relación ya no estará mediada por la ley sino por la posesión del mismo Espíritu de Dios.
 María parece empujar a su hijo para que inaugure esta “nueva relación”, y que empiece ya a dinamizar nuestra comunión con Dios. La respuesta de Jesús es comprensible: “Mujer, ¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora”.  Es decir, siento que no ha llegado el momento en que tengo que inaugurar mi misión.
 Es probable que nosotros nos hayamos alejado de Dios; que necesitemos, por decirlo así, una boda, para inaugurar nuestra alianza con Él. Podríamos preguntarnos si en nuestra relación con Dios ya ha llegado nuestra hora.
Si queremos inaugurar nuestra Alianza con Dios, en el seguimiento de Jesús, intentemos tres actitudes:

1 -Vivamos con conciencia nupcial

Es la manera de alcanzar la plenitud, experimentar que el Señor tiene la corona en la mano para desposarnos. Entender que nuestra dignidad aquí en la tierra viene de Él, que se alegra con nuestros triunfos, nuestra belleza y nuestra inteligencia.
 En este sentido hay que dejarse esposar, entender que somos nada sin Dios y con Él todo cobra sentido. Sería triste no inaugurar esta alianza con nuestro hacedor, el que sale al paso por nosotros y pronuncia nuestro nombre con amor. La vida cambia cuando uno no se siente abandonado, sino pertenecido y amado por Dios.

2 -Comuniquemos el espíritu de nuestros dones

 Cuando damos un don sin el espíritu para el que Dios nos lo dio, lo vaciamos de su contenido más importante.
 Los dones que hemos recibido, son de Dios; tienen el mismo origen: Dios; y la misma finalidad: favorecer al bien común. Igual que María en las bodas, o San Pablo en su carta a los Corintios: si estamos llenos de riquezas que los demás necesitan: ¿Por qué no ser generosos?
 Implica compartir nuestros dones en la discreción, sabiendo que cuando lo hacemos, alegramos a Dios, y hacemos que la hora de la salvación se experimente más cercana.
 Nuestros dones funcionan mejor si se asocian al don de los demás, se hace complementario y multiplica la alianza de Dios con nosotros.

3 -Hagamos visible nuestra nueva relación con Dios

 Si leímos bien el evangelio de Juan, encontramos que nuestra relación con Dios, en la dinámica de la alianza, es un proyecto que se realiza por etapas. Nuestra “hora” ha de ser la de la libertad respecto a la ley; la libertad para lograr que lo que suceda en nuestra historia pase a través del amor que tenemos con Dios.
 En las bodas de Caná aparecen seis vasijas de agua convertida en vino; ¿por qué Juan no escribió siete, si era el número de la plenitud? Aunque parezca arriesgado, afirmar que la séptima vasija de vino es la eucarística ––dado que el relato de la institución de la eucaristía no aparece en el evangelio de Juan––, es totalmente posible; allí Jesús llega al momento final, a “su hora”, en sentido pleno (Cf Jn 12, 23; 13,1; 17,1). Toma el vino y lo da a sus discípulos diciendo: “Tomad y bebed todos de él porque esta es mi sangre de la alianza que se derrama por ustedes” (Cf Mt 26, 27-28; Mc 14, 22; Lc 22, 19). Si es así, si la escena de las bodas de Caná se completa en la entrega vital de Jesús, entendemos que al inaugurar la alianza con Jesús, iniciamos también un camino a lo largo de toda nuestra vida, al final del cual completaremos la séptima vasija con el vino mejor de nuestra propia entrega. La vida puede ser vivida así: como una fiesta de bodas que no termina hasta el don de nuestra vida.
 Que se note, entonces, que el vino nuevo lo estamos recibiendo hasta ahora, en el mejor momento de nuestros proyectos personales, familiares y comunitarios; que seamos testigos de que la gloria de Dios se está manifestando en nuestra vida.
¿Eres libre en tu relación con Dios? ¿Cuál está siendo tu hora en este momento de tu vida? ¿Cómo inauguras tu alianza con Dios, en el seguimiento de Jesús?



Bautismo Del Señor Ciclo C
Is 40, 1-5. 9-11; Sal 103; Tit 2, 11-14; 3; Lc 3, 15-16. 21-22

Vivir en Dios

El día del bautismo de Jesús, el pueblo estaba en espera del Mesías. Por eso muchos habían salido de sus casas y habían aplazado sus compromisos habituales. En el fondo de esta actitud, descubrimos que deseaban un mundo diferente. Se acercan al bautismo de Juan: un bautismo de penitencia y conversión, con el deseo de ofrecerse a Dios para que obrara en ellos y en el mundo un cambio verdadero: el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una vida nueva. Nunca imaginaron que presenciarían la manifestación de Jesús como Hijo de Dios. A partir de ese momento, distinguieron un bautismo superior: el bautismo con fuego, es decir, con Espíritu Santo.
 Desde aquel día, todos los cristianos, a lo largo de los siglos, recibimos esta gratuidad de Dios; por el bautismo, nos hace sus hijos y nos dispone para vivir en Él.
 Pero el bautismo de Jesús, igual que sucedió con Él, nos compromete para la misión. Quienes hemos recibido este don, estamos llamados a comunicarlo a los demás. Pero no solo de manera verbal, sino acompañando a nuestras palabras el testimonio de nuestra vida. Esto significa vivir en Dios, que nuestra vida, permaneciendo perfectamente humana, se vuelve trascendente y plena por la fuerza del Espíritu Santo. La gente ha de descubrir en nosotros, lo mismo que los primeros cristianos encontraron en Jesús: que vivimos llenos de Espíritu Santo.
 Si nos decidimos a vivir así, entendemos que es tiempo de iniciar nuestra misión.
Vivir en Dios:

1-Nos hace Libres

 El bautismo de fuego, marca el término de nuestra servidumbre. Como escuchamos en la primera lectura, al mensajero de buenas noticias. Él nos anuncia la llegada del pastor que nos hace crecer. Su presencia nos libera de toda esclavitud. Hoy podríamos preguntarnos: ¿Cuáles son mis esclavitudes, en dónde me descubro dependiente de una servidumbre enfermiza?

2 -Nos regenera

 Lo que motiva nuestra moralidad no es el solo impulso del Espíritu, sino el favor de Dios hecho visible en Jesús. Él es nuestro maestro de conducta moral. Con la esperanza de su venida, el apóstol Pablo nos llama a vivir una vida sobria, justa y fiel a Dios. Hay que distinguir un antes y un después en la vida de Dios.
 Los que somos conscientes de nuestro bautismo, experimentamos que Jesús nos salvó no por nuestros méritos, sino por su misericordia. Sentimos así, que vivir en Dios nos regenera y, al mismo tiempo, nos compromete a responder a su generosidad.
Y esta regeneración no es solo espiritual, implica también la materia. Quedamos regenerados en el cuerpo y el alma. Así lo diseñó Cristo al asumir nuestra naturaleza humana; por eso vivir en Dios es algo que ha de notarse incluso en nuestra expresión corporal.

3 -Nos hace trascendentes

 Después de nuestra enmienda, que es el primer efecto del bautismo, recibimos una vida que no se agota en nuestro tiempo y espacio. Igual que cuando Jesús fue bautizado, también en nuestro bautismo se abrieron los cielos. Jesús los abrió para nosotros, cuando “estaba en oración” (Lc 3,21). Hemos de entender que habló con su Padre, pero no solo habló por sí, sino por cada uno de nosotros. Y así, en cada nuevo bautizado, vuelve a suceder el mismo misterio: el Padre celestial dice sobre cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo”. En cierta manera el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre nosotros y nos revelan su amor que salva.
 Quedamos asociados a la muerte y resurrección de Cristo y, por lo mismo, participamos de su misión.
¿Qué tan trascendente te descubres hoy?
Vivamos en Dios.



Epifanía Del Señor Ciclo C
Is 60, 1-6; Sal 71; Ef 3, 2-3. 5-6; Mt 2, 1-12

Buscar al Rey

 El relato de la adoración de los “Reyes Magos”, es un pasaje luminoso y sorprendente que provoca de inmediato nuestra imaginación. La verdad que describe el evangelista Mateo ––que es el único que narra este episodio––, radica primero en entender que Dios se manifestó al mundo introduciéndose en la historia envuelto en su propio misterio. Que a partir de la Encarnación nadie es extraño, todos somos hermanos. Y luego: en descubrir que el Niño Dios es un rey superior a todos los reyes de la tierra; que viene de más lejos que cualquiera y trae dones superiores a los meramente humanos. Que es un rey que rige por la justicia, la paz y el amor. Y, por lo tanto, un rey que rompe las barreras geográficas, culturales, políticas y religiosas.

 Si reflexionamos con calma la simbología de este relato tan colorido, podremos recoger mucho fruto espiritual. Pensemos cómo buscar al gran rey desde nuestra propia experiencia de vida, desde nuestra propia ciencia, humana e intuitiva. Hacerlo es algo muy importante; de manera especial ahora, cuando vivimos en medio de un mundo acostumbrado a la comodidad, en el que ya pocos quieren salir de sí mismos y de su confort, para ir al encuentro de la vida y de la persona humana. Podemos buscar, al estilo de esos “Reyes Magos”: saliendo de nuestro pequeño reino. Hay que partir de la certeza de que en el Nacimiento del Niño Dios, se está cumpliendo el designio que Él mismo trazó desde antiguo. No alcanzarlo sería quedarnos en la penumbra de frente a una realidad más grande y luminosa que cuánto hemos conocido.

Atrevámonos a iniciar nuestra búsqueda como nuevos reyes magos, iniciemos una aventura que satisfará nuestros anhelos más grandes.
Intentemos tres actitudes para encontrar a nuestro rey:

1 -Hay que levantarse
 Empezar a resplandecer como comunidad e individualmente, aceptando que nos llegó la hora de la luz y de la gloria de Dios, como anuncia Isaías en la primera lectura. Podemos ver desde la fe, cómo todo aparece tan claro cuando las tinieblas que nos tienen sometidos, empiezan a disolverse.
 Hoy podemos levantarnos y caminar, convertirnos en buscadores del misterio de Dios; hemos de abandonar las maneras ficticias de levantarse, como son las dinámicas de autoestima, o las drogas para pasar la noche, o la depresión. Si salimos a buscar, guiados por la fe y la esperanza, encontraremos los dones de Dios.

2 -Interpretar los signos

 Los Reyes Magos, con todos los conocimientos que habrían podido acumular en su vida, supieron que no habían llegado al tope del conocimiento científico y teológico. No tenían, por ejemplo, la totalidad del conocimiento sobre la verdad, la vida y el amor.
 A través de esta simbología nos enseñaron la igualdad de los hombres ante Dios, y que ante Él no hay excluidos.
 Nosotros hoy podemos hacer vida la autenticidad del nuevo rey y seguir su rastro. San Pablo nos recuerda que la gracia de Dios se nos confía por revelación. Solo así se puede entrar en el misterio. Debemos interpretar con humildad y con certeza los signos que aparecen ante nuestros ojos. Y entender que por medio del evangelio, todos los pueblos de la tierra somos coherederos de la misma herencia en Jesucristo Rey.

3 -Adorar como nuevos reyes

 Sin perder nuestra dignidad, nos adherimos al proyecto superior que viene en Jesús. No perdemos nada; al contrario, crecemos en nobleza, en ciencia y en paz.
 Adorar como nuevos reyes, implica aprender a postrarse ante Dios y ante la persona humana que Él dignificó. La ciencia más grande del mundo no sirve de nada si no logra asumir la naturaleza humana para elevarla, que es lo que hizo Dios al venir en medio de nosotros. Postrarse es algo grande, nos coloca en el horizonte del Niño y de su Madre, para recoger de sus miradas y de sus corazones el amor y la sabiduría que el mundo necesita.
 Adorar así, implica gozar de la pareja real: el Niño con su madre. Y entregar nuestros dones como sumisión y, al mismo tiempo, como alianza. Al ofrecer nuestros dones iniciamos una atenta observación y escucha de los signos de Dios y de los hombres: la búsqueda de la verdad, la perseverancia en el camino, la sensibilidad para entender los sentimientos más profundos del ser humano, tales como la alegría, la adoración, la ofrenda de sí mismo a Dios.

Diocesis de Celaya

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